Era mediodía en la caldera de
Ngorongoro y seguía lloviendo, no de manera excesivamente copiosa. LLovía lo
suficiente para que sonara el goteo constante en los charcos, lo suficiente para que los
moradores del cráter tuvieran que sacudir pelos y plumas para mantenerse algo
menos mojados, lo suficiente para que no pudiéramos abrir el techo del
todoterreno y nos tuviéramos que conformar con ver la manada de leones (Panthera
leo) por la ventanilla.
Leones... Estábamos viendo una
manada de leones. Estaban tan cerca... Algo más allá, parecían ir de farol unos cuantos chacales (Canis
mesomelas). Amagaban con acercarse sin llegar a cruzar la línea roja. Ni los
leones ni nosotros les hacíamos el más mínimo caso, si es que ese era su
propósito.
Tranquilidad. Se respiraba
tranquilidad. No había presas a la vista. Los movimientos lentos y
parsimoniosos ralentizaban la escena. Eran majestuosos.
Dos de ellos fueron
protagonistas de una romántica estampa, de una instantánea llena de ternura.
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