Fue totalmente inesperado... No podíamos sospechar
que pudiera existir ese pequeño oasis en la caldera de Ngorongoro. Parecía una
acuarela de verdes, amarillos, azules, plateados y blancos. Nos cautivó.
A orillas de la laguna de Ngoitoktok, un árbol servía
de posadero a un par de milanos negros (Milvus migrans). Uno se escondía entre
el follaje; el otro, posaba orgulloso y revoloteaba de vez en cuando sobre
nuestras cabezas.
En el suelo, un cuervo blanco (Corvus albus) se paseaba tranquilamente como también lo hacía un ejemplar de tejedor colirrojo (Histurgops ruficaudus). Más inquietos, e incluso diabólicos, se mostraban sus tocayos, los tejedores de Spekei (Ploceus spekei), como el que se agarraba fervientemente a la ventanilla de nuestro todoterreno.
Una lavandera africana (Motacilla aguimp)
jugueteaba de aquí para allá, cerca de un obispo de abanico (Euplectes
axillaris), una especie que me gustó especialmente.
Un juvenil de tántalo africano (Mycteria ibis)
escrutaba atentamente la hierba en busca de comida y minutos después volaba
hacia el oeste en compañía de un adulto. También sobrevolaba la laguna, en
sentido contrario, una garza real (Ardea cinerea).
Unos densos y espesos bramidos flotaban en el
ambiente. Ni milanos, ni cuervos, ni tántalos… Los verdaderos señores de
Ngoitoktok eran los hipopótamos (Hippopotamus amphibius)… Y así nos lo hicieron saber…
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