30 marzo 2013

El sueño del duque

a Miguel, por intentarlo;
a Dani, por conseguirlo.


No paraba de hablar. Ni que me hubieran dado cuerda. Parecía un infatigable verdecillo (Serinus serinus). Mi cuñado me mandó callar con un par de palabras.

Un búho.

¿Cómo que un búho? Los búhos no existen. Sólo existen en las leyendas, en los cuentos… No me hagas de nuevo aferrarme a la escurridiza idea de que existen. Ni siquiera pongo su nombre pseudocientífico entre paréntesis…

¿Cómo que un búho? Y, al momento, lo oí yo también. Era un búho real (Bubo bubo). No había duda. Los esquemas en los que el duque figuraba como un engendro ornitomitológico se derrumbaron en un instante.

Mi cuñado comenzó a rastrear el cortado con el telescopio.

No ha habido suer…

Ahí está.

Ahí estaba. No era un sueño. El duque se alzaba sobre el Henares, se recortaba en el preludio de la noche de Jueves Santo. Poco pudimos disfrutarlo. Fue la primera toma de contacto…


Caía la tarde del Viernes Santo y una cortina de agua nos separaba, esta vez a cuatro, de la figura del duque. Un puñado de segundos. El diluvio obligó a irnos.

Volveremos cuando escampe.


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25 marzo 2013

Siempre hubo clases

La llanura sin fin era un paisaje en movimiento, un paisaje henchido de herbívoros desde los márgenes de los caminos hasta más allá del horizonte.

Las omnipresentes cebras (Equus burchelli) pastaban junto a los despreocupados ñues (Connochaetes taurinus) y algunas posaban curiosas, atentas al objetivo.

   

Menos gracia parecía hacerles la sesión fotográfica a los intimidantes búfalos (Syncerus caffer).

   

Indiferente, sin embargo, se mostraba un grupo de cuatro alcelafos (Alcelaphus buselaphus) y un topi (Damaliscus lunatus)

 

Siempre alertas parecían estar las gacelas de Thomson (Eudorcas thomsonii), aunque estuvieran, tan sólo, vigiladas por una inoportuna cotilla. 


Podrían pecar las gacelas de desquiciadas y paranoicas pero, en el Serengeti, mejor estar atento que dormirse en los laureles… 


Lo de relajarse sólo está reservado a algunos… Ya se sabe… Siempre hubo clases.


22 marzo 2013

La llanura sin fin

Un puñado de carteles a la izquierda de aquel camino que conducía de la humildad de la nada a la inmensidad de la nada anunciaba que aquello era el Parque Nacional de Serengeti.


Poco después paramos en un concurrido aparcamiento, nos encaramamos a lo alto de aquel enorme kopje y un macho de agama (Agama mwanzae) salió a nuestro encuentro.
 

Más allá, las rocas del kopje daban paso a un puñado de matojos y acacias, antesala de aquella nada rebosante de vida y sorpresas que se extendía ante nuestros ojos. Serengeti nos esperaba; empezaba nuestro viaje por la llanura sin fin.

14 marzo 2013

El príncipe de la caldera

Iba detrás de una liebre del Cabo (Lepus capensis) sin demasiado interés hasta que finalmente ésta escapó. Quizás estuviera algo aburrido. Quizás estuviera saciado ya que una mácula carmesí en el pecho le delataba.

Sin duda, fue lo mejor de aquel día en el que nos adentramos en el cráter de Ngorongoro. Me atrevo a decir que con él vivimos el rato más apasionante de todo nuestro safari.

Elegante, vigilante, presuntuoso, juguetón. Ahora me tumbo y me relamo; ahora me paseo, al acecho, a la vera de un cráneo de elefante (Loxodonta africana).

Si los leones (Panthera leo) que habíamos visto un rato antes eran los reyes de la caldera, él debía ser el príncipe.

Distinguido trono tienen en nuestra memoria el recuerdo de aquel guepardo (Acinonyx jubatus).

11 marzo 2013

Saña

No paré de hacer fotos. “No sé quien se ensaña más, si las hienas con la carne o nosotros con las hienas” fueron mis palabras textuales.


Ver a aquel grupo de hienas (Crocuta crocuta) comerse los despojos de un difunto ñu (Connochaetes taurinus) fue un auténtico espectáculo. Parecía que estuviésemos viendo un documental en directo, a pocos metros. Los detalles me los ahorro; lo escabroso de la escena salta a la vista.


El último de la fila ofrecía un aspecto pésimo. Imposible saltarse la jerarquía... Sabía a qué se arriesgaba. En una pata trasera tenía una herida bastante fea. Sólo pudo acceder al festín cuando aquel que le mantenía a raya se alejó unos metros con un sabroso tentempié.




“Lo mejor del día”, sentencié. Y erré. Lo mejor estaba por llegar... Ngorongoro nos guardaba una última sorpresa.

07 marzo 2013

La laguna de Ngoitoktok

Fue totalmente inesperado... No podíamos sospechar que pudiera existir ese pequeño oasis en la caldera de Ngorongoro. Parecía una acuarela de verdes, amarillos, azules, plateados y blancos. Nos cautivó.

A orillas de la laguna de Ngoitoktok, un árbol servía de posadero a un par de milanos negros (Milvus migrans). Uno se escondía entre el follaje; el otro, posaba orgulloso y revoloteaba de vez en cuando sobre nuestras cabezas.


En el suelo, un cuervo blanco (Corvus albus) se paseaba tranquilamente como también lo hacía un ejemplar de tejedor colirrojo (Histurgops ruficaudus). Más inquietos, e incluso diabólicos, se mostraban sus tocayos, los tejedores de Spekei (Ploceus spekei), como el que se agarraba fervientemente a la ventanilla de nuestro todoterreno.


Una lavandera africana (Motacilla aguimp) jugueteaba de aquí para allá, cerca de un obispo de abanico (Euplectes axillaris), una especie que me gustó especialmente.


Un juvenil de tántalo africano (Mycteria ibis) escrutaba atentamente la hierba en busca de comida y minutos después volaba hacia el oeste en compañía de un adulto. También sobrevolaba la laguna, en sentido contrario, una garza real (Ardea cinerea).


Unos densos y espesos bramidos flotaban en el ambiente. Ni milanos, ni cuervos, ni tántalos… Los verdaderos señores de Ngoitoktok eran los hipopótamos (Hippopotamus amphibius)… Y así nos lo hicieron saber…